viernes, 23 de octubre de 2015

El Cuartel General de Franco en Burgos

El Cuartel General de Franco en Burgos
Revista Ejercito nº246, julio 1960
José María GÁRATE CÓRDOBA, Comandante de Infantería del Regimiento de San Marcial n.º7.

Todos los años hace el Caudillo en Burgos un alto de jornada. Suele ser uno de esos días en marcados por dos santos españoles como Santiago y San Ignacio. En la mejor semana del verano burgalés. La única, en un dicho popular muy pesimista.
Su entrada es por el puente de San Pablo—vía cidiana que flanquean los bultos del Poema— junto a la glera del Arlanzón, donde acampó el desterrado. Frente a su estatua. Sigue, luego por el paseo provinciano, que la guerra dio renombre nacional. El Espolón. Allí, entre el festivo flamear de gallardetes y banderolas, por encima del clamor del homenaje, se enciende una corriente íntima y confiada, que vibra con la presencia personal de Franco cuando mira y sonríe a cada uno, porque parece que recuerda a todos.
Allí resucita la emoción que para él y para los presentes tuvieron los azarosos días del Alzamiento Nacional. En el mismo lugar, veintitrés años antes, la presencia de un héroe se denotaba por un rumor creciente y una salva de aplausos que corría en traca. Un día era Mola, con la leica al pecho, recién aterrizado en Gamonal, adonde Dios no quiso que llegase Sanjurjo. Otro, el mismo General Franco, con su sonriente juventud, su airoso gorrillo y su elasticidad legionaria.
Se localizaba en el Casino a Moscardó con la barba heroica, acabado de liberar en el Alcázar. Y arengaba a los provisionales, Millán Astray, figura impresionante, casi personaje de Solana, manco y tuerto como Nelson, pero además recosido de cicatrices.


Todo evoca aquel tiempo. El palacio de Capitanía recuerda en su lápida el primero de octubre en que Franco aceptó la gloriosa servidumbre del Poder, La catedral conserva el rumor de sus acciones de gracias, de las honras fúnebres por Calvo Sotelo y Sanjurjo, por Mola y José Antonio.
Pero, sobre todo, el palacio de la Isla, ante el cual la multitud admira esa corrección de cadete con que Franco saluda a la bandera, la viveza de su mirada, detenida un instante en cada una de las doscientas personas que le estrechan la mano, la atención con que escucha a sus interlocutores, su flexibilidad de movimientos.
Este palacio de la Isla fue eje de la vida nacional durante la época más importante de los últimos tiempos. Hubo ahí planes de campaña, Consejos de Ministros, recepción de Embajadores y hasta vistosos relevos de la guardia. En su balcón-rotonda resonaron muchas palabras de Franco, improvisadas ante la demanda de la muchedumbre, incansable en el vítor hasta gozar de su presencia  y de su voz. La voz que anunciaba la liberación de Covadonga, la reconquista de Teruel, la victoria del Ebro. Palabras de aliento y esperanza, a veces de consuelo para quienes la guerra hacía vestir luto; de fe en España siempre, fe soñada primero y esmaltada después de éxitos, que eslabonaron la historia del paraje.

La umbrosa mansión de los Muguiro, que la ciudad adquirió para ofrendarla al más ilustre huésped, brinda cada verano al Caudillo unas horas de descanso y un motivo de recuerdos, serenados ya en la lejanía del tiempo. Porque rara será la visita en que Franco no dedique un espacio a la lectura en su antiguo despacho, generosamente amueblado por caballeros burgaleses del treinta y seis.
En él todo está como entonces. Sobre su mesa, la de los acuciantes partes y telegramas, el teléfono permanece intacto desde su última llamada. En medio hay otra mesa mayor, desnuda y sobria, alrededor de la que alternaron reuniones del Cuartel General y los Ministros. Enfrente, sobre el caballete, un recuerdo imborrable, el más emocionante. Transparentando un mapa del Centro y Este de España, se ve un superponible con la última situación de la Campaña Nacional.
Aquéllos son los trazos, firmes y rápidos, con que la mano de Franco trazó en lápiz azul zonas de acción, direcciones de ataque, flechas de penetración y despliegues finales. Todo lo que en la última ofensiva se reprodujo exactamente en la tierra reconquistada. Junto a la entrada, en una estantería, se alinean obras clásicas españolas y colecciones de revistas.
Más de una vez, ocupando el Caudillo su histórico sillón, con un libro en la mano, levantará la vista para fijarla en el plano y en la mesa grande. Entonces, le acudirá el recuerdo de aquel frente de guerra que iba reduciendo mientras creaba una difícil construcción de paz.


Desde la madrugada de aquel 19 de julio que resonó en las naves de la catedral una salve cantada con acentos bélicos, ansiaba Burgos conocer a Franco. Esta ansiedad era un motivo más para el delirio de entusiasmo del primero de octubre. Resultaba imposible conseguir el silencio de la multitud que, rebasando la plaza de Alonso Martínez, llenaba la amplia calle de Laín Calvo y otras adyacentes. El momento en que el nuevo Jefe del Estado anunció desde el balcón principal de Capitanía la aceptación del compromiso, sigue siendo muestra y símbolo del ardor popular de la Cruzada. Luego, mientras en Burgos se improvisaba lo mismo un Alférez provisional que un Ministerio—en frase de Lojendio—, y se daba estructura a la Junta de Defensa, más tarde Junta Técnica, Franco fue a Salamanca, centro estratégico de entonces, y fijó su residencia y su Cuartel General en el palacio del prelado salmantino.
Pero la estabilización del frente de Madrid hizo preciso disponerse para la guerra larga, creando nuevos organismos. La ciudad de Salamanca y el mismo palacio arzobispal adquirieron con  ello una densidad humana y una complejidad burocrática que se hacía asfixiante para el aislamiento que el trabajo del Generalísimo requería. La ofensiva de Santander plasmó la solución definitiva; casi accidentalmente, porque como Franco seguía las incidencias del frente activo desde ciudades próximas, dejó en Salamanca un Cuartel General de campaña y se trasladó a Burgos con su familia y su Plana Mayor.

La fecha de aquel viaje no quedó registrada por prudente reserva militar. Pero estaban ya tensas las flechas sobre la capital de la «costa esmeralda». Debió ser el 10 de agosto de 1937, día de San Lorenzo, cuando Franco se instaló en el palacete que asoma entre la espesa fronda por encima de la puerta exterior, numerada con el 37, en el paseo de la Isla. Era, y sigue siendo un castillete de tres plantas, con rojas torres rematando la silueta, a cuya rotonda de doble escalinata se entra por un jardín sencillo y sombreado. Detrás, se extiende una hermosa huerta de frutales. En su interior se acondicionaron, en la planta baja, vestíbulo, comedor para doce personas y salón; arriba, los dormitorios y otras de pendencias.
A partir de entonces, Burgos, que ya era sede del incipiente Gobierno de la Junta Técnica, remató su capitalidad con el doble carácter que la presencia de Franco representaba. El recoleto palacio de la Isla, además de ser «Residencia» en términos telegráficos oficiales era también «Terminus», contraseña del Puesto de Mando avanzado que allí se establecía. Este puesto de mando lo integraba el grupo que le rodeó hasta el fin de la guerra y le acompañó en todos sus desplazamientos. Eran el Coronel Franco Salgado; los Tenientes Coroneles Barroso, Jefe de la Sección de Operaciones, y Fusset; los Comandantes Medrano, del Estado Mayor, y Juste, Agregado aéreo; el doctor Cuervo; los ayudantes de campo; el padre Bulart. capellán, y el cronista oficial Ruiz Albéniz, más conocido por «El Tebib Arrumi» El equipo de trabajo era muy reducido: algún oficial de secretaría, dos delineante-cartógrafos y un escribiente. Completaban el personal las Unidades de escolta, con los Capitanes Cano y Torres y la policía de! comisario Arias.

Franco había residido algunos días en el palacio de la Diputación. Pero éste de la Isla fué su hogar, donde transcurrió, dos años largos, la vida, de su familia. La suya casi no, porque fué prolongada su permanencia en los puestos de mando de campaña y eran muy frecuentes sus salidas al frente, aun cuando «Términus» estuviese oficialmente en Burgos. En realidad podía dedicar poco tiempo al hogar, su actividad y su mente estaban demasiado absortas en las cosas de la guerra y el gobierno.
Finalizaba el año 1937, días de Teruel, cuando se incorporaban desde Salamanca las Secciones de Estado Mayor, que se instalaron muy cerca de Palacio, en el colegio de «Las Francesas», religiosas Damas Negras, sustituidas entonces por las españolas de Jesús y María. En aquel edificio las tareas bélicas se armonizaban con cantos y algazaras infantiles. Los serios militares y las alegres colegialas coincidían en la misa de domingo.

Concluía enero, cuando el palacio de la Isla se animó con los Consejos de Ministros del Gobierno recién constituido y la ciudad con la afluencia de personal administrativo que ello traía consigo. Liquidado ya el frente Norte y en pleno desarrollo la campaña de Teruel, Franco buscó un nuevo emplazamiento a su Puesto de Mando, más próximo a la zona de operaciones. El 9 de marzo estaba en el castillo de Pedrola a 32 Km. de Zaragoza. Ya de nuevo en Burgos, la reacción roja del Ebro -otro día de Santiago— le inspiró la batalla definitiva, para lo cual se desplazó con «Términus» a Alcañiz. El terreno era árido y el calor asfixiante, aquel verano y otoño de 1938. El Generalísimo revivía en su tienda de campaña, en el paisaje, el clima y el ambiente sus mocedades africanas. Tras la victoria la fría calma del diciembre burgalés fue propicia para preparar la ofensiva sobre Cataluña, que, iniciada en Nochebuena, dirigió Franco desde la Torre de Raymat, hasta que el desfile triunfal por la diagonal de Barcelona le dió una prueba de la sazón del Ejército y del agradecido entusiasmo del pueblo catalán.

La población de Burgos crecía diariamente con la llegada de refugiados. La vida oficial aumentaba con la puesta en marcha de nuevos organismos y el aumento de actividad que daba a todos la liberación de amplias regiones. Al Cuartel General llegaba cada noche un motorista con un sobre lacrado conteniendo las notas e instrucciones de Franco al General Martín Moreno. Era el origen de los nuevos trabajos. Pero lo que más bullía en la ciudad era la actividad política y diplomática, que a veces trascendía a todo el pueblo, como la visita de Petain, la presentación de credenciales o las derivaciones de las tertulias oficiosas en el Condestable.

A fines de febrero ya estaba Franco en Burgos. Se preparaba con el mayor cuidado la ofensiva general, y en el Colegio de las Francesas había una actividad constante a las órdenes del General Vigón. Cuando todo estaba a punto, aterrizaron en Gamonal los representantes del llamado Comité de Defensa de Madrid pretendiendo parar lo inevitable con el cambalache de una «paz honrosa» para ellos. Todo fue rápido. Apenas se estrenó el nuevo emplazamiento de «Términus» en «El Cristo», entre Oropesa y Arenas de San Pedro. Cinco días después de romperse los frentes, salía del despacho del Caudillo en la Isla, el Comandante Martínez Maza, con una cuartilla, escrita y firmada a lápiz, que Franco le acababa de entregar. Por primera vez no se hablaba allí de combates ni de frentes. Propiamente, aquellas cuatro líneas del texto, más que un parte de guerra eran un mensaje de paz, dato fiel para la Historia, primer documento de una nueva era española.
Cuando el emocionado ayudante de campo llegó con su cuartilla al Cuartel General, resonaban en Burgos, lentas, solemnes, como siempre, ocho campanadas del reloj de la Catedral. Era la noche del primero de abril de 1939. Día de la Victoria. Burgos.


En el Ayuntamiento de Burgos se archiva un expediente que entre la prosa numérica de sus datos contiene expresiones muy vivas del espíritu de entonces. El lector joven, que sólo tiene de la época referencias históricas, puede captar muy bien el pálpito emocional que hay entre los trámites administrativos.
El primer documento está fechado en 5 de junio de 1939. «Año de la Victoria», se aclara a las generaciones venideras. Se titula: «Propuesta del Alcalde de Burgos, don Manuel de la Cuesta, para la compra conjunta por el Ayuntamiento y la Diputación del palacio de la avenida de la Isla, número 37, desde el que el Generalísimo Franco dirigió el Alzamiento Nacional.» La exposición de motivos es un verdadero laude al Alzamiento, al Caudillo y al palacio, sede de ambos, «pues las victorias de la guerra y de la paz se lograron a la sombra de las airosas torres de ese albergue».

Luego, elegantemente, se apoyan en una vieja anécdota burgalesa los motivos de la ofrenda: «Cuando el Condestable de los reinos de Castilla, Toledo, León y Galicia, regresó de victoriosas campañas, dicen las crónicas que se le ofreció como regalo, capilla donde orar, palacio donde morar y quinta donde holgar. Por eso es razón ofrecer ahora a Franco mansión, jardines y oratorio.»
Dos días después, el Ayuntamiento aprobaba la propuesta por aclamación. Al dar fe de ello, el Secretario se hacía eco del sentir general para explicar tal gesto, porque «no eran momentos de pronunciar palabras, pues éstas serían pálidas ante la realidad». La Diputación aceptó como un honor su parte, considerando que «las miradas de toda España fueron a converger en la finca donde Franco fijó su residencia» y rubricó con un triple vítor la aceptación de la propuesta. Unida también al expediente hay una carta de la marquesa de Mugiro en la que, el 27 de mayo, accedía a la adquisición que se le había propuesto, aclarando con noble desprendimiento y una inefable sencillez de estilo: «como el palacio no estaba en venta, que fijen libremente el precio, pues, tratándose de quien se trata, es asunto en el que todos debemos quedar contentos».

La historia del palacio de la Isla como residencia oficial se cerraba en la despedida del Caudillo a la ciudad, representada por todas las autoridades en la audiencia extraordinaria del 18 de octubre de 1939. Estaba en su despacho, acompañado del Jefe de su Casa Militar, el laureado General Moscardó, cuando dijo, poco antes de salir hacia El Pardo: «Vinimos a Burgos en los momentos de mayor peligro para la Patria. He pasado en este despacho los días más difíciles y decisivos de la Historia de España. Vinimos para enderezar y dirigir desde aquí la guerra en el norte, en levante y en el sur, y aunque encerrado siempre en este palacio y absorbido por los apremios de la campaña, no he podido disfrutar dé las delicias de vuestra ciudad, he apreciado en todo momento el cariño del noble pueblo burgalés, del que marcho altamente agradecido.
«Aquí os dejo, para que lo conservéis, el plano de las operaciones en su última fase, donde se refleja cómo se encontraba España y los frentes cuando íbamos a iniciar la última ofensiva. Sobre él trabajé durante muchas horas en vigilia y tensión constantes, por la salvación y engrandecimiento de España.»

Cuando el último día de San Ignacio, exactamente a los veintitrés años de su aterrizaje en Gamonal, posó de nuevo Franco en su antiguo palacio, tuvo la deferencia de permitir que un portavoz de la Prensa burgalesa perpetuase, súbitamente despertada, la impresión viva del Caudillo ante sus recuerdos, reviviendo en el marco de antaño un momento histórico de la Cruzada Nacional. Franco, yendo al piano, señaló en él la situación de la batalla del Ebro, mientras el periodista observaba en sus ojos un relámpago de emoción. La emoción que ocultó los novecientos noventa días de campaña. Luego, sobre su mesa, todo cómo entonces, aún hubo de firmar documentos de Estado.

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